En general, todos usamos el transporte público. Ese del que se han dicho tantas cosas, con el que hay tantos problemas. Ese que día a día nos permite llegar a aquellos lugares que queremos llegar, de mejor o peor manera. Público en oposición a lo privado, a ese espacio que solo algunos acceden. Lo público, por lo tanto, como un espacio al que cualquiera puede acceder. A propósito de esto es que me ha llamado profundamente la atención que ya dos veces me ha tocado ver un público del transporte público completamente nuevo, y que sabe de comodidad sin pagar: perros.
El primero. Iba en la micro a mi casa por Bilbao y en una parada sube un perro negro. Se acomoda en el suelo y se acuesta. Es, seguramente, el que viaja más cómodo de todos nosotros. En Bilbao con Vespucio se baja y sigue su camino. El segundo. Volviendo de un paseo a Isla de Maipo vamos en el metro, y en la línea 4 se sube (la pregunta acá es cómo lo logró) y se acuesta relajadamente en medio de la multitud. No alcancé a conocer su destino, porque me bajé pronto, pero lo que más me sorprendió es que de cuando en cuando levantaba su cabeza y miraba hacia afuera, casi como si estuviera leyendo en qué estación iba.
Los perros han aprendido sobre las reglas que nos permiten permanecer en sociedad. Juegan esto de ser personas y son muy buenos en el juego. Somos parte de este juego cómplice, por lo que no podemos desentendernos de su condición. No podemos matar perros callejeros porque ellos van con nosotros, sostienen relaciones aún en la calle, saben sobrevivir con nosotros. No hay ninguna razón para eliminarlos. Me gusta ser parte de este juego cómplice. Y cada vez que pueda jugaré con un animal como los perros a que seguimos el mismo camino.
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